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jueves, junio 03, 2004

La historia (para nada ficticia) del muchachito verde que escapó del semáforo.

Érase una vez mi historia: la del muchachito verde que escapó del semáforo. Estoy triste... echo de menos al muchachito rojo... lo echaba de menos antes también. Dice la leyenda que cuando yo me desvanecía parpadeando... él aparecía o eso decían ciertos peatones: "bah, se ha puesto en rojo", "cuidado, rojo"... Yo nunca le ví, si acaso lo intentaba al paso de los cristales de algún gran autobus o en esa gran cafetería de enfrente, en su reflejo y entre las letras "F" y "E", de la palabra "cafetería", espacio indicado para que él apareciera... justo encima de mí. Jamás. No me pregunten por qué, no lo sé, no sé si porque sí, por haber pasado 10 años de mi vida debajo de él... qué se yo, o por ser lo más parecido a mi que jamás encontré... la cuestión es que un día jugué al despiste... los peatones esperaban mi aparición... salí por patas en busca del muchachito rojo... quería conocerlo, retarle a cambiar de color, de postura, irnos juntos a tomar una cerveza...cogerlo en brazos si sus pies amarrados al suelo se negaran...
Lo busqué en todas partes... en el metro, en las calles, en las nubes, en coches, labios o vestidos rojos... nada. A veces parecía... pero no. Comenzé a caminar y hasta veía mi espectro en otros semáforos... comenzé a alucinar... al fin me decidí, apesadumbrado por volver... y allí lo ví... el muchachito rojo estaba inmóvil en su lugar, entre las letras "F" y "E" de la cafetería de enfrente del semáforo, dónde la gente decía verlo, justo encima del lugar en el que yo había estado tantos y tantos intervalos de segundos. Le ví más triste de lo que imaginaba... luego desapareció y en mi lugar apareció un muchachito verde como yo... al que mucha gente hacía caso para cruzar al otro lado de la calle.
Ahora, solo, veo al muchachito rojo cuando quiero... siempre que quiero. Qué jodida es la vida.

miércoles, junio 02, 2004

"La historia de la cara que se escapó de su cuerpo"
Érase una vez una cara que se escapo de la cabeza a la que daba identidad. No le gustaba lo que veía al pasar por lugares que le ofrecían una réplica de su faz en forma de reflejo. No le gustaba su aspecto seborreíco y cierta imagen suya frente a los espejos. Ni su propia imagen haciendo fuerzas en el baño. Ni ser un rostro hinchado o delgado dependiendo de la temporada de comilonas que el señorito que soportaba el careto estaba pasando. ¡No!¡No!¡No! Era de locos... imagínense un rostro apunto de enloquecer con una cabeza cuerda como telón de fondo... ya, sin pizca de sentido.
Transcurría un jueves veraniego. 35 grados a la sombra y, en algunos lugares, 35 grados al sol también. La metereología tiene esos caprichos. El rostro y el cuerpo al que pertenecía paseaban por la zona de los cafés de la ciudad... barrio con bancos, palomas y árboles de mil maneras. A los dos les gustaba merodear por ahí. Los dos, el rostro y el cuerpo, iban acompañados de Cecilia. Su rostro y su cuerpo se llevan bien, es por eso que se les puede llamar por un mismo nombre a ambas. Además, al rostro y al cuerpo enemistados, les gustaba por igual. Cuando estaban juntos el cuerpo era feliz y el rostro sonreía. No obstante, llegó la tragedia. El cuerpo de Cecilia, al que secundaba su rostro triste y malhumorado, propinaba un contundente bofetón al rostro cuyo cuerpo se desentendía de la situación, ¿Causa? Al rostro le dolió mucho aquello. Cecilia tenía sus motivos y sabía que él, y sus labios, no podían hacer nada ante las órdenes que, el cuerpo al que pertenecía, le mandaban realizar ante otros labios ajenos y fugaces a horas intespestivas y traicioneras.
Lo de la tarde había sido demasiado. El rostro no soportaba más. Le dolía la mejilla izquierda y de sobras sabía de la rojez que seguro todavía perduraba consigo. "basta ya", se decía a sí misma. Ese mismo jueves a la noche, aprovechando el adormilamiento cerebral del cuerpo, la cara se escapó, con sus ganas de sonreír, a otra parte. Tal vez para despedirse elegantemente de Cecilia y de su rostro y de esos labios a los que tanto le gustaba unirse. Puede que lo hiciera esa misma noche... y puede que esos rostros sonrientes que, tras una desilusión nos visitan en sueños, sean los causantes de reconciliaciones nefastas venideras. Poco se puede hacer ante rostros que se quieren. Ojalá salga todo bien.
(Debido a una crisis creativa o, al menos, de falta de iniciativa, comienza la era "encargo"... si alguien gusta de leer en esta página algo, que sencillamente escriba una frase entrecomillada con la historia que quieren leer. Quiero leer la historia de "Frank el descarriado", o "el affair de Diego motitas y laurita la zorrilla"... por ejemplo (que no estos ejemplos)) (Muchas gracias)

martes, junio 01, 2004

"Háblame del mar marinero".

Érase una vez una marinero que surcaba los mares. Hasta ahí todo normal. En realidad todo así lo era. Se sentaba en una butaca a estribor y veía pasar aves, pececillos voladores y avioncillos. Apuntaba a las aves con un cañón imaginario. Rara vez acertaba aunque siempre le quedaba la sensación de haber andado cerca. A los pececillos voladores los atrapaba con una gran red. No se le escapaba ni uno. Tras dejárlos en el suelo del barco, éstos brincaban de nuevo a alta mar, ¡Eran voladores! y al marinero le resultaba un tanto cómico. No obstante, lanzaba grandes risotadas voladoras y animadas. A los aviones les gritaba un gran cúmulo de improperios. Desde la "B" de bastardo hasta la "J" de joputa, pasando por la "J" de Joputa y la "B" de bastardo.
Un buen día, o malo, o simplemente normal, el marinero observó el horizonte curvo que había estado buscando desde hacía tiempo. Había leído acerca de la característica redonda del mundo. El mar tenía que girar en algún momento. Era como el marinero lo había imaginado: drastico y rontundo. También bello.
El joven marinero tenía su teoría: Si consiguiera alcanzar la suficiente velocidad, una vez llegado el precipicio curvo, podría descarrilar con facilidad de ese gran tio vivo llamado tierra, con aspecto en ese final de esas grandes montañas rusas, grandes aglutinantes de gritos y alaridos. Sí, era sencillo.
Una vez llegado ese momento, comenzó a incrementar la velocidad del barco. "Falta candela", se decía conforme se venía ante él la curvatura de la Tierra. 20 metros. Más velocidad. Quince. Más. Cinco... el barco volaba y el joven marinero no daba crédito a lo que veían sus ojos que, con su cabeza, miraban hacia atrás. A su espalda quedaba la curva del mar, el mar, los pececillos voladores, las aves, los avioncillos... y por defecto, todo lo que el joven marinero había sido algún día y de lo que había conseguido escapar.
La moraleja del cuento es que el marinero sigue en alta mar, sentado a estribor, haciendo como que tiene un cañón que puede disparar contra las aves que de vez en cuando planean sobre su nave.
PD: Si alguien pierde el Norte, avisadle cuando deje de ser divertido. Puede que un día lo encontremos solo, intentando agarrar en plena calle, lo que parece ser una cuerda de muchos metros de longitud.

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